(Este descriptivo cartel lo he sacado de aquí )
Que el mundo es y será una porquería, ya lo sé. Pero eso está descontado. A mí, privilegiado habitante de un país rico (cuando nací, no lo era), lo que me hastía es la inmersión propagandística total en que vivo.
Desde el terrorismo hasta el fútbol, pasando por las reivindicaciones arzobispales, las lingüísticas de uno y otro signo, y signa (y camarada Loreta), las puñaladas traperas entre los kapos de los diversos partidos, las soflamas patrióticas grandes o pequeñas, las bodas gays y la actual temporada de festivales de música, todo lo noticiable forma un puzzle cuya única finalidad es distraer la atención de lo esencial.
Lo esencial es que somos pastoreados como ganado por unos cuantos multimillonarios que dirigen unas cuantas corporaciones transnacionales que viven de nosotros. Los estados se mantienen porque son útiles: tienen un ejército, una policía y un sistema judicial para tener controlados a los levantiscos y una hacienda que roba a los pobres para dárselo a los ricos (como en la actual crisis financiera).
Todo lo que ponen ante nuestros ojos es un señuelo para tenernos entretenidos y que dirijamos nuestra atención hacia otra parte. Pretenden que no veamos la realidad, sino la sombra de la realidad que se proyecta en el fondo del vaso de cerveza.
Palabra que a veces añoro aquellos tiempos de la democracia orgánica, cuando todo estaba claro y el Caudillo, no sólo había inventado las fortificaciones en contrapendiente, sino que, para orgullo de la raza, batía todos los records habidos y por haber, en especial de caza y pesca: una vez, incluso pescó un cachalote, fíjese usted qué tío.
Cuando las Cortes eran Cortes y el Procurador que no podía ir vestido de General, Obispo o Notable Saharaui, lucía el uniforme del Movimiento, tan vistoso. Por lo menos, no había elecciones, salvo las del Tercio Familiar. ¡Y sólo había fútbol los domingos por la tarde!
Entonces, las cosas estaban claras y España limitaba al Sur con la vergüenza de Gibraltar. A veces, el cura que nos bautizara a mí y a mis hermanos, y a mí me administrara la Primera Comunión, llamaba a casa a horas intempestivas para ver si mi padre, militar a la sazón, podía echarle un cable con su hermano -también cura- que era de ETA y lo habían vuelto a detener por ahí arriba.
Entonces, las cosas estaban claras: no tenían necesidad de convencernos porque no había otra. Los rojos eran la peste (en aquellos días, aún había hasta rojos), los masones conspiraban en la sombra de sus tenidas contra el Generalísimo, la Espada Más Limpia de Occidente; los maricones eran un asco y había que meterlos en la cárcel porque eran socialmente peligrosos y el Jefe del Estado, entre inauguración e inauguración (que teníamos que ver en el NODO antes de la peli, lo que era un coñazo que asumíamos como si fuera un fenómeno meteorológico) conservaba, con muy buen criterio, la potestad de decidir quién podía ser obispo y quién no. Vamos, y que se le manifestaran los obispos.
Como todo el mundo trabajaba un huevo y tenía un porrón de hijos que mantener con un sueldo de mierda, no había tiempo que dedicar a hacer manifestaciones, ni mostrar desafección al Régimen del 18 de Julio, cosa reservada a los estudiantes, niños de papá que -desagradecidos- mordían la mano que les daba de comer y a algunos elementos subversivos que -siempre minoritarios- trataban en vano de emponzoñar a la gran masa de los productores sanos y honrados, cuyos derechos veíanse salvaguardados por el Fuero del Trabajo, la legislación social más avanzada del mundo. De hecho, no preveía jornadas de 65 horas ni nada.
No había nada más que ver cómo el pueblo sano se arremolinaba espontáneamente a lo largo de la carretera de La Coruña cada verano para vitorear al Caudillo cuando se iba de vacaciones al Pazo de Meirás ¡en coche! Lo juro: yo lo he visto.
Franco, por lo menos, había ganado una guerra, lo que le confería la misma legitimidad que a otras luminarias de la humanidad como Julio César, Gengis Kan o Napoleón, que, aunque obviamente oscurecidas ante el brillo del Vencedor de La Cruzada, nadie se mete con ellas y hasta son muy estudiadas, oiga.
Hoy, que vivimos en una Democracia Floreciente (D.F.), advenida por la sangre y el sudor de un montón de pardillos heróicos, las decisiones que configuran el marco al que habrán de atenerse los así llamados representantes de la soberanía nacional (que se supone que descansa sobre nuestras espaldas: las mías y las tuyas, amable lector) las decisiones... etc., digo, las toman en Flandes unos burócratas a quienes nadie ha elegido y que tienden a prestar oídos, más bien a los representantes de las multinacionales de uno y otro signo que a la gente que va a tener que cumplir sus directivas.
Por ejemplo, cosas tales como que a un señor (o señora), por el simple hecho de no ser de aquí, se lo pueda meter en la cárcel (si: en la cárcel) sin intervención de ningún Juez durante año y medio (bastante más que si eres un moro sospechoso de terrorismo en Inglaterra). Por ejemplo, que sin más trámites, puedas coger a un niño que está solo, pero no es de aquí, y mandarlo -solo- a cualquier país por el que haya pasado antes de llegar a nuestro floreciente y democrático suelo con tal de quitártelo de en medio. Bueno, una vez garantizado (previo pago) que los eficientes servicios sociales de Mali se hagan cargo de él.
No sé por qué, pero cada vez tengo más la impresión de que para ese viaje no necesitábamos alforjas.
Nota bene. Eso sí: los irlandeses son, aparte de unos desagradecidos, unos antidemócratas, y su gobierno, un hatajo de pardillos por pedirles su opinión, cuando todos los demás ya habían decidido que esta vez no preguntaban a la gente, no fuera a meter la pata y volver a votar que no.