3/11/09

El búnker de Conil (V)


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5


El sargento Cano estaba sentado en una silla a la puerta del búnker mirando la playa y echando un pitillo. Estaba leyendo el Signal, que se lo mandaba al capitán desde Madrid un primo suyo de Prensa y Propaganda, y siempre se lo pasaba cuando lo había leído. Por lo visto, los alemanes les estaban dando para el pelo a los rusos. Al sargento Cano le gustaba leerlo y, sobre todo, le gustaban las fotos, que eran cojonudas. La verdad es que echaba de menos el equipo alemán, todo hay que decirlo. Pero, ya, las cosas ni se las creía ni se las dejaba de creer: había leído demasiadas veces lo que decían los periódicos de batallas en las que él había estado. Apareció el cabo Expósito con mirada golosa. Cuando el sargento había leído el Signal del capitán, se lo prestaba al cabo Expósito, que sabía que le gustaba leer.

-- Toma, anda, ilústrate –le tiró la revista- Pero con vuelta, ¡eh?

-- Gracias, mi sargento.

El sargento Cano cogió el naranjero (por más que no pasara nada, nunca se alejaba del subfusil más de la cuenta) y se dio una vuelta por la playa.

El teniente tenía razón: el nido de ametralladoras más cercano estaba a más de un kilómetro, y fuera de la vista. Estaban ahí solos.

Sintió un bullicio a su derecha. Por el camino del acantilado, bajaba gente. Eran los rojos, vigilados por un par de soldados. El sol brillaba en la punta de las bayonetas y hasta hacía bonito, fíjate tú. Unos treinta: una sección. En un santiamén se despelotaron y se metieron en el agua. Cano imaginó que era la ducha semanal, o algo así. Al poco, estaban chapoteando y salpicándose, igualito que sus pistolos. La verdad, parecía que los guripas estaban ahí sólo para guardarles la ropa.

Uno de los rojos ni chapoteaba ni se reía. Se había metido en el agua y parecía dedicarse a un lavado concienzudo, frotándose los sobacos y tal, aunque el agua de mar era malísima para eso; pero, bueno, mejor que nada. Salió del agua y volvió a ponerse el uniforme andrajoso, sacudiéndose la arena. Cuando se puso las gafas, Cano lo reconoció: era el ingeniero. Vaya, el que dirigía los trabajos de ahí arriba. Cano se dio cuenta de que ya lo había bautizado: “El Ingeniero.”

Inconscientemente, se pasó el naranjero del hombro al pecho. Se podía reconocer a los que habían estado en Rusia en cuanto se colgaban el arma del pescuezo, como los alemanes. Siguió caminando mientras daba una chupada al pitillo. Tenía un amiguete, brigada de Intendencia, que siempre le pasaba tabaco cuando iba por el Regimiento. El Ingeniero lo había visto venir. Se cuadró.

-- A sus órdenes, mi sargento.

-- Descanso, hombre. ¿Cómo va –señaló el acantilado con la cabeza- la trinchera?

-- Va, mi sargento.

El Ingeniero miraba codicioso la chusta que el sargento tenía entre los dedos. El sargento Cano sacó del bolsillo de la guerrera el paquete de tabaco y el librillo. Se los alargó. El rojo lo miró con cierto recelo. Cano insistió con el gesto.

-- No me jodas que no quieres fumar.

El Ingeniero alargó la mano despacio. Se lió un pitillo y le devolvió tabaco y papel.

-- Muchas gracias, mi sargento.

Cano siguió mirando al mar.

-- Aquí, ni gracias ni perdón: a la orden.

Los dos miraban al mar y a los presos que se bañaban. Los dos querían hablar, pero ninguno sabía qué decir; así que fumaban. Cano rompió el fuego:

-- ¿Por qué te interesa tanto si vienen los americanos?

El Ingeniero lo miró con sorpresa y cierto temor.

-- Hombre, mi sargento…

-- Déjate de “mi sargento” y hostias. ¿Te interesa por algo o es que te da morbo? ¿Qué te crees, que van a echar a Franco o algo?

-- ¡Mi sargento, hombre…!

Su voz denotaba más preocupación que miedo. El sargento Cano decidió no seguir por ahí. No era cosa suya. Estuvo a punto de preguntarle al Ingeniero cómo se llamaba. Se contuvo: no era cosa de confraternizar con los rojos. No por nada, que los rojos también eran españoles, ojo; es que se estaba sintiendo demasiado cercano, y eso no podía ser. Ese tío debía de haber hecho cosas lo bastante malas como para estar preso. Y una cosa era darle tabaco y otra, tratarlo de tú a tú.

-- Verá, mi sargento, ¿cómo se lo explico…?

-- Mejor no me expliques nada.

Y los dos siguieron fumando, que era lo mejor que podían hacer. De pronto, los soldados empezaron a dar voces:

-- ¡Eh, tú! ¿Dónde coño vas?

Cano miró: uno de los rojos que se bañaban había echado a nadar hacia un pesquero que estaba ahí delante. No jugaba, sino que nadaba como loco, tratando de alcanzar el barco. O eso le pareció a Cano.

-- ¡Alto, alto! ¡Para!

Los soldados que estaban en la playa, la verdad, estaba claro que no sabían qué hacer. La distancia era grande. Era absurdo pensar en la huida. Por eso los dejaban bañarse. Sonó un tiro, como indeciso.

El sargento Cano corrió –me cago en Dios- hacia la orilla.

El otro soldado volvió a disparar sin mucha convicción.. El sargento le pegó un empujón y le quitó el máuser. Tiró para atrás del cerrojo –saltó una vaina caliente- se echó el mosquetón a la cara y disparó al fugitivo. El rojo siguió nadando. El sargento Cano hincó la rodilla en tierra, maniobró el cerrojo –otra vaina-, apuntó como Dios manda y volvió a disparar. ¡Pac! El rojo dio un respingo en el agua y se hundió en seguida.

4 comentarios:

  1. ¡Ese onvre es un hacezino! ¡Ha matado a un rojo! ¡Que lo maten!

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  2. Genial el capítulo.
    Genial la palabra sobaco. Hay que ver cómo es nuestro idioma, ¿verdad?. Jamás podría haberse referido usted al Ingeniero frotándose las axilas, de la misma manera que no veo yo a Corporación Dermoestética anunciando su oferta de depilación láser en los sobacos. Curioso.

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  3. 'Del golondrino y el sobaco: anatomía clínico-militar'. Toda una tesis doctoral.

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  4. Folken, me permito señalarle que ha escrito Vd. "Ha", con h. No sé si eso es perdonable.

    MJG, Los hombres no tenemos axilas, como sabe; por esa misma razón, nunca nos indisponemos: vomitamos (Peter O'Toole)

    Hans: casi seguro que algún aspirino escribió algo parrecido en los años 40.

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