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8.
El sargento Cano volvía para su búnker caminando, con las manos apoyadas en el naranjero que llevaba sobre el pecho, colgado del cuello. Los rojos hacían como que cavaban mientras, a cada poco, echaban miradas al mar. El Ingeniero ni hacía que cavaba. Se limitaba a mirar. Cano lo llamó:
-- ¡Ingeniero!
-- A sus órdenes, mi sargento.
Cano le hizo seña de que se acercara. Se acercó. Cano se echó el naranjero a la espalda y le tendió el tabaco. Por un momento, el preso dudó. Cano pensó que, después de lo de aquel día en la playa, le iba a decir que ya no fumaba. Y es verdad que estuvo a punto; pero estiró la mano y cogió un pellizco. El sargento, sintiendo una mínima victoria, le acercó el librillo.
-- Gracias, mi sargento.
-- Oye, Ingeniero, ¿de verdad tenéis tantas ganas de que lleguen los americanos? No, tranquilo, entre tú y yo (estuvo a punto de decir: “de sargento a sargento”, pero se contuvo)
-- Mi sargento… es difícil de…
-- Pues dime.
-- Verá… aquí no se está tan mal. Ya ve que, la verdad, no damos un palo al agua. Pero si usted hubiera visto… no sé, los sitios donde he estado desde el treinta y nueve… No se puede usted hacer una idea… No sabe usted.
-- Ni quiero saberlo.
-- Yo en el treinta y nueve acabé mandando una compañía, mi sargento. No quedaban oficiales.
-- Yo también, ¿y qué más?
-- Me hirieron al final. Por eso no me pude pirar a Francia. Estaba en el hospital cuando llegaron los de Regulares. Entró un oficial borracho perdido dando gritos y luego los moros degollaron a todos los heridos. Yo conseguí saltar por la ventana, hecho polvo como estaba. Como andaban muy ocupados follándose a las tres enfermeras que se habían quedado a cuidarnos, pasaron de mí.
-- Eso es propaganda roja.
-- No, mi sargento. Yo estaba allí. Oía los gritos desde unos matojos donde me escondí.
-- El Ejército nacional no hace eso.
-- Sí, mi sargento. Todos los ejércitos acaban haciendo eso. Usted lo sabe. Tuve la puta suerte de que apareció un teniente de Infantería con unos fusileros y se liaron a tiros con los moros, cosa que me extrañó un huevo, la verdad. Debía ser recién salido. Si no es por eso, yo no estaba aquí. Pero a mis compañeros ya les habían cortado los cojones a todos. Y las enfermeras, ni le cuento.
Cano siguió callado. Eso, desde luego, sabía que era verdad.
-- Mi sargento, verá, hay gente que estuvo en un lado o en otro según le pilló la Guerra. Yo… –miró a Cano mientras se liaba el pitillo- Yo ya era de la UGT antes de la Guerra. Lo que pasa es que, como soy un gilipollas, estoy aquí en vez de estar, no sé… en Méjico. Los compañeros creen que cuando vengan los americanos se va a dar la vuelta la tortilla. Pero yo sé que a los pringados como nosotros nos va a dar igual. Además, qué hostias, yo no sé Inglés.
--Yo sí: yes y güi.
-- Güi es Francés.
-- ¿Ves?, pues ya sé dos idiomas.
-- Es más viejo que la tos, mi sargento.
-- Como nosotros, cacho capullo.
Me está encantando. Todo.
ResponderEliminarUn abrazo.
Mesire de Portorosa, viniendo de vuestra pluma, el elogio se multiplica.
ResponderEliminarEl ingeniero es un enchufado, es el ojito derecho del Sgto. (hay que decirlo cantando y saltando a su alrededor)
ResponderEliminarSr. Folken, me ha quitado el comentario de la mano, aunque yo iría más lejos.
ResponderEliminarSe masca la tragedia. La tensión sexual entre el Sargento Cano y el Ingeniero debe seguir su curso natural. Espero con cierto ansia ese momento. ¿Para eso están rehabilitando el búnker? ¿Será ése su nidito de amor? Ay madre... esto se le va de las manos, Sr. Carp.
Folken y MJ, hacedme el favor de no adelantar acontecimientos, leñe, que me jodéis la tensión dramática, que es que sois unos insensibles.
ResponderEliminarJoé, ¿Qué va a pasar cuando descubra todo el mundo que esto se acaba?