31/5/10

Banderas victoriosas 5.

 

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5.

Unos guardias civiles con el mosquetón al hombro daban patadas al suelo para calentarse los pies mientras se pasaban un cigarrillo. Los presos apaleaban tierra con las espaldas empapadas en sudor, el mismo sudor que luego se congelaba en cuanto se quedaban quietos. El encargado –un civil con camisa azul bajo el tabardo- le señalaba algo a Méndez en un plano que agitaba el viento.

Méndez pensaba que igual no lo fusilaban inmediatamente. Al fin y al cabo, él tenía cualificación, entendía de planos, y les venía muy bien para la obra. Asentía mientras el encargado le decía que el firme tenía que quedar así y así, para hacer una cama, que mañana venían unos camiones de grava.

Pero no podía quitarse de la cabeza a Bocanegra.

Recordaba una tarde del treinta y seis, en el bar del Ritz, que estaba con su gente tomando champán francés servido por unos camareros vestidos de pingüino y muy acojonados. Le encantaba esto; ellos con su mono y sus correajes, los pies encima de la mesa y el mosquetón al lado, y los camareros sirviéndoles champán. Se lo había dicho un compañero de Hostelería: que os vengáis al Ritz, no seáis gilís, que ahora es nuestro, coño; antes de que a los jefes se les pase el susto y se acuerden de que es sólo para ellos. Y allá que habían ido. Los camareros del hotel no tenían mucha conciencia de clase, ya se lo había dicho el compañero; pero los trataban como a señorones, aunque se veía que les tenían miedo. Méndez ya estaba un poco afectado. Levantó una botella de Dom Perignon.

-- ¡Compañero camarero! Trae otra de éstas, que no veas cómo entra, ¡la hostia!

Y, en eso, apareció en el bar Bocanegra con su patrulla, como él decía. Los coyotes proletarios, se hacían llamar. Ya ves tú, coyotes… por lo visto, al Bocanegra lo de coyotes le parecía más exótico que lobos o zorros o águilas, como se llamaban todas las patrullas.

Los coyotes entraron en tropel. Ya venían muy borrachos y asaltaron la barra, rompiendo copas y botellas. Empezaron a beber champán a morro. Bocanegra les gritó:

-- ¡Salud y revolución, compañeros!

Y se agenció directamente la botella que un camarero llevaba a la mesa de Méndez y sus hombres.

-- ¡Eh, compañero!, que es nuestra.

Bocanegra pareció dudar un momento si liarse a tiros o confraternizar. Eligió confraternizar: sonrió como un coyote, es un suponer, y se acercó a ellos.

-- ¡Qué vuestra ni vuestra!, ¿qué pasa? ¡La propiedad es un robo, compañeros!

Y se descojonó de su propio chiste. Agarró por el cuello de la chaqueta al camarero y le vociferó con voz pastosa:

-- A ver, tú, compañero, tráete pacá veinte botellas de cosa de ésta.

Se los veía, sí, muy borrachos y muy contentos a los coyotes. Se sentaron mezclándose con la gente de Méndez y siguieron bebiendo. Bocanegra estaba deseando tener público. le palmeó el muslo a Méndez y empezó a contar:

-- ¡Compañero!, venimos de quemar un convento. Ese de… ¡joder!, ni me acuerdo cómo se llama.

Los coyotes estallaron en carcajadas espurreando champán. Uno se cayó sobre una mesa, rompiendo más botellas y copas, lo que provocó más carcajadas.

-- ¡Y las monjas…! Chaval, qué tías, como que no habían follado en su puta vida, no veas… –Se agarró el paquete con las dos manos- Acojonante.

26/5/10

Banderas victoriosas 4.

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4

Méndez había seguido dócilmente al páter hasta su despacho, al lado de la capilla. La capilla era sólo para los fachas, claro. A ellos les hacían oír misa formados a la intemperie, así cayeran chuzos de punta. A veces, en medio de la celebración, alguno se derrumbaba y se quedaba allí tirado porque los demás tenían prohibido moverse. Algunos domingos, cuando el cura decía lo de “ite, misa est”, lo que había en el suelo era un cadáver.

El comandante páter se quitó la boina roja y la dejó sobre la mesa. Méndez observó que era muy bonita, y antigua, seguro: por arriba tenía un arabesco de galón de oro viejo alrededor del nacimiento de la borla, también de oro oscurecido por los años. El páter abrió un archivador, sacó un legajo y una botella de coñac; se sirvió una copa y se sentó detrás de su escritorio.

-- A ti te llaman el Ingeniero, ¿no?

-- A veces, mi comandante.

-- Páter, hijo mío, llámame sólo páter. Ahora no estoy haciendo de comandante, sino de cura.

-- Lo que usted diga, páter.

El sacerdote revisó el expediente sin prisa. Méndez vio de refilón hojas escritas a mano con diferentes caligrafías, formularios oficiales rellenos a máquina con tinta de color morado. Sin levantar la mirada, el páter le preguntó:

-- Tú estabas en Madrid cuando el Alzamiento, ¿verdad?

-- Sí, páter.

A Méndez se le dispararon todas las alarmas.

-- Eras de la UGT. –No preguntaba: afirmaba- Tú participaste en las perrerías que hacían los milicianos a la gente de bien. Estuviste cuando quemaron la Iglesia de San Miguel.

A Méndez empezaron a sudarle las manos. Recordó aquellos días de verano en el treinta y seis, cuando Madrid era un caos; cuando cualquiera con carné de un sindicato y una pistola era dios en la calle. Recordó a los curas entrando a culatazos en una camioneta. Recordó a sus compañeros, borrachos perdidos, haciéndose fotos con las casullas puestas mientras la iglesia ardía. Una de las fotos la hizo él mismo, que también estaba borracho. Los curas tenían la culpa de la situación de España, del atraso, de la opresión del proletariado, eso lo sabía; pero le jodió que quemaran la iglesia. Para él, como sindicalista, lo suyo habría sido incautarla: era patrimonio del pueblo.

El páter hojeó un par de papeles más.

-- Estuviste en una saca de la Modelo, en agosto del treinta y seis. –Por fin, levantó la vista y lo miró- Esto acaba de comprobarse.

Adoptó inconscientemente la posición de firmes. El cura le miraba fijamente, buscando sus ojos, que Méndez le hurtaba.

-- Así que te van a fusilar, ya te lo digo.

Intentó mantener la calma, pero el corazón le golpeaba el pecho cada vez más rápido. A duras penas conseguía reprimir el temblor que trataba de apoderarse de su cuerpo y robarle el último resto de dignidad que le quedaba. ¿Qué quieres?, era cuestión de tiempo. Lo sabía desde la retirada del Ebro. Desde que lo mandaron al campo de concentración en vez de fusilarlo en cualquier cuneta, estaba esperando este momento. En los barracones se cuchicheaba, cuando cada equis tiempo caras nuevas iban sustituyendo a los que se llevaban y nunca volvían: que tienen expedientes que viene todo, que preguntan a tus vecinos de antes de la guerra, que la gente delata a cualquiera, que todo el mundo dice lo que los falangistas quieren que les digan para que  la dejen en paz; que si el padre de Fulanito delató a Menganito para que no fusilaran a su hijo, aunque al final lo fusilaron igual, que si…

-- ¿No dices nada?

-- ¿Qué voy a decir?

-- Páter.

-- ¿Qué voy a decir, páter?

El cura se arrellanó en la butaca mirando su coñac con mucho interés. Dio otro sorbo y comenzó a liarse un pitillo. Lo que faltaba. Se iba a poner a fumar delante de él, para joderle más. Seguro que el muy cabrón lo hacía para ponerlo aún más nervioso. Se encendió el pitillo y preguntó, como quien no quiere la cosa:

-- ¿Tú conoces a uno que le llamaban Bocanegra?

Lo pilló tan de sorpresa que esta vez la mirada del páter encontró la suya. Supo que el cura lo había calado, maldita sea. Sus ojos lo delataban.

-- ¿Bocanegra? … Por ese nombre no me suena, páter.

¡Bocanegra! Menudo hijoputa el tal Bocanegra. Un cabrón de esos que habían soltado de la Modelo en julio del treinta y seis para hacer sitio a los fachas. Había conseguido un carné de la FAI y se había dedicado a hacer barbaridades por todo Madrid con una banda de hijos de la gran puta como él, todos delincuentes comunes recién liberados. Si Méndez hubiera tenido mando, los habría fusilado a todos sin pestañear.

-- No te suena… la voz untuosa del páter parecía decir: “qué lástima”- Bueno… Y… ¿te suena el padre Manuel?. el padre Manuel, de la Iglesia de Buen Suceso.

Méndez pensó a toda velocidad. No. No le sonaba. Por lo menos él no había fusilado a ningún cura, que él supiera.

-- No, páter, tampoco. – Esta vez no mentía.

-- El padre Manuel murió hace unos días, Ingeniero.

Eso alivió a Méndez. Por lo menos, no podían decir que lo había matado él. Pero, ¿para qué coño le preguntaba eso el cura, si ya le había dicho que lo iban a fusilar?

-- Te voy a contar una cosa… –el páter pareció dudar un instante- Siéntate. –Señaló el tabaco y el librillo, que estaban sobre la mesa- Líate un pitillo.

Era la primera vez que alguien le decía que se sentara desde que estaba preso. Fue incapaz de reaccionar y siguió allí de pie, como un pasmarote.

-- Siéntate, coño. –Empujó hacia él las cosas de fumar.

Se sentó en el borde de la silla y se lió apresuradamente un cigarro. El páter le tiró una caja de cerillas. Lo encendió y aspiró con avidez.

24/5/10

Banderas victoriosas 3.

 

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3

Sentado sobre un par de ladrillos que lo aislaban un poco de la humedad del suelo, Méndez untaba con un pedazo de pan mohoso el aguachirli que quedaba en la marmita. El rancho consistía en un caldo de nabos donde, si tenías suerte, pillabas flotando un indicio de patata, y medio chusco de pan. Una ración cojonuda para tíos que se pasaban el día picando piedra y explanando para hacer una carretera. Bueno, al fin y al cabo, se trataba de cargárselos sin hacer mucho ruido. Para eso, estaba bien.

Mientras trataba de no desperdiciar ni una partícula de comida que ayudara a mantener su cuerpo en funcionamiento, rumiaba lo que el páter acababa de decirle. Su rumiar fue interrumpido por la aparición de Valdés y Avelino, dos de su pelotón, que venían rebañando las marmitas con los dedos.

-- ¿Qué pasa, Ingeniero, qué tal de monaguillo?

-- Iros a tomar por culo.

-- ¿Te has confesado? Seguro que le has mentido al páter, si sigues vivo. ¿Te ha metido mano?

-- Que os vayáis a tomar por culo, joder. Bastante tengo ya con lo mío.

Sus dos compañeros lo miraron con sorna y se marcharon riéndose por lo bajo. La verdad es que reírse ahí, en el campo de concentración y con ese frío, tenía su mérito, hay que reconocerlo; pero la imagen de Méndez ayudando a misa vestido de monaguillo era para partirse, ¿o no?

El Ingeniero los miró alejarse y siguió pensando. Nadie lo sabía, claro, pero su humor tétrico no venía del ridículo que iba a hacer meneando las campanillas en misa, sino de lo que el cura le había propuesto en su despacho. Estaba acojonado. No era cobarde, lo tenía acreditado; pero, acojonado, estaba.

18/5/10

Banderas victoriosas 2.

 

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2

TARARIIIIIIÍ TÍ.

Ras, pum. El batallón se puso firmes. Así empezaban el día: después de pasar lista les hacían cantar el Cara al Sol. Los hijos de puta, sólo para joderlos.

-- Venga, rojos de los cojones, quiero oíros bien alto.

Y, hala, todos cantando de mala leche no sé qué mamonada de una camisa que una tía le había bordado a su novio falangista. Lo único, que ahora tenía su punto, porque cuando venía aquello de “volverán banderas victoriosas al paso alegre de la paz”, de pronto, todo el batallón subía el volumen y esos dos versos los cantaban a voz en cuello. El capitán era tan gilipollas que no se daba cuenta de lo que pasaba. Igual se creía que es que al llegar ahí empezaban a admitir que Franco era la hostia, o algo. Modestia aparte, era Méndez quien había empezado a hacerlo una mañana que estaba, como siempre, hasta los huevos de congelarse ahí, firmes en el patio. Al llegar a lo de las banderas victoriosas, se había imaginado la bandera tricolor y vociferó “volverán banderas victoriosas al paso alegre de la paz”. Al día siguiente fueron varios de su pelotón y al poco tiempo lo hacían todos. Esas chorradas te permitían creerte que aún conservabas un resto de dignidad.

Ahora sabía por qué nunca había ido a Burgos antes de la guerra. Ya lo decían, que Burgos tiene dos estaciones: el invierno y la del tren. Joder, qué frío. Los fachas habían puesto el puto campo de concentración en medio del páramo sólo para que, el que no la diñase de hambre, la diñara de frío. Cuantos más la diñaran, más pasta se embolsaría el capitán por las plazas de rancho. Y además se ahorraba fusilarlos.

Esa mañana, apareció el cura –el páter, tenían que llamarlo- un tipo alto y siniestro, con sotana negra, boina roja con borla dorada y una galleta en el pecho con la estrella de comandante. Se dirigió al capitán, que le saludó, y le dijo algo. El capitán asintió y se volvió hacia los presos.

-- A ver, rojos de los cojones, (no tenía un vocabulario muy surtido, el hombre) ¿alguno de vosotros sabe escribir a máquina?

Bueno. La ocurrencia del día. Bigotito, fusta, el cuello de la camisa azul asomando sobre el de la guerrera, con la manga izquierda, vacía, recogida con un imperdible, debía creerse que era un tipo ingenioso. La verdad es que siempre había algún pardillo que picaba: se alzaron dos brazos.

-- Venid para acá.

Dos presos salieron de la formación y se adelantaron. Se cuadraron ante el oficial, que se puso a dar vueltas a su alrededor, mientras los dos empezaban a pensar que en qué hora habrían aprendido a escribir a máquina.

-- Os creéis muy listos, ¿eh?

Silencio.

-- Os estoy hablando, rojos de los cojones. Os creéis muy listos, ¿no?

-- No, mi capitán.

-- ¿Cómo que no?, ¿qué pasa, que no sé lo que me digo?

-- No, mi capitán… sí.

Ya los había liado, ¿había que decir que sí, o decir que no, o no decir nada? Lo miraron desconcertados. El tipo levantó la fusta y se lió a hostias con el que tenía más cerca. Con la vena del cuello hinchada, le golpeaba con una rabia inesperada, jadeando, hasta que se derrumbó en el suelo, donde siguió dándole patadas hasta que el preso ya no se movió. El cura tampoco. Ni nadie.

Méndez ya se había dado cuenta de que el tío no sólo era un hijoputa, sino que estaba completamente loco. Le habría encantado poder pegarle un tiro. El capitán se metió por la formación, como buscando algo, mientras todos seguían en posición de firmes, mirando al frente y pensando furiosamente, “que no se fije en mí, que no se fije en mí”. Pero tuvo que fijarse precisamente en él. Claro: las gafas. Era el único que llevaba gafas; con un cristal rajado y una patilla sujeta con esparadrapo, pero gafas. Las gafas son un inconveniente en la guerra; pero, cuando estás en un campo de concentración, es aún peor: siempre se fijan en ti.

-- Tú, ven para acá.

-- A sus órdenes, mi capitán.

-- El páter necesita uno que le ayude a misa. Tú, que tienes pinta de intelectual, ¿sabes Latín?

-- No, mi capitán.

-- Pues has tenido suerte, porque a un rojo que sepa Latín, lo fusilo ipso facto. A ver, ¿de qué va a saber Latín un rojo?

Méndez siguió firmes, rígido, mientras una gota de sudor le corría –helada- por la espalda. El capitán le dio un empujón con la fusta.

-- Ahí lo tiene, páter. Tenga cuidado con éste, que parece un intelectual.

Lo decía como si tuviera la peste o algo así.

14/5/10

Banderas victoriosas

Cuando terminé “El búnker de Conil”, me di cuenta de que le había cogido gusto al asunto y, como quien no quiere la cosa, empezaron a venirme temas a la cabeza. Aquí va el siguiente relato. Como queda dicho, no pretendo una narración histórica; sólo una narración verosímil.


1

Sonaron tiros en la puerta. El sargento Méndez se incorporó de golpe sin sentir el trallazo de la herida en el pecho. Fuera, gritos, golpes, confusión. La enfermera lo miró aterrorizada. Sus miradas se cruzaron un instante. Méndez saltó de la cama y se tiró por la ventana. Ella se quedó de pie en medio de la sala.

Se despertó jadeando. Aunque tenía los ojos abiertos, no vio nada. Por un momento pensó que se había quedado ciego; pero no, sólo era de noche. Respiró hondo sin quitarse de la cabeza los ojos de la enfermera. Era una tía maja, nunca supo su nombre. Era guapa, les cuidaba bien y Méndez debía de haberle caído en gracia, con su herida en el pulmón –un tiro limpio, sedal que decían los médicos- porque una noche se acercó a su cama y le hizo una paja silenciosa. Ahí seguían sus ojos, congelados en la oscuridad del barracón.

Ya sabía lo que venía después. Él escondido en un matorral, oyendo los gritos de la muchacha mientras los moros la violaban uno tras otro y la destrozaban con las bayonetas. Luego, más tiros y, después, dos fusileros que decían:

-- Aquí hay uno, mi alférez.

Y nada más. Se había despertado en el mismo hospital, con la diferencia de que ya no era camarada sargento, sino puto prisionero.

Hasta que un tiro lo mandó a retaguardia, Méndez había sido sargento de Ingenieros en el cuerpo de ejército de Tagüeña y se había pasado la batalla del Ebro tendiendo pasarelas sobre el río, luego fortificando cotas y, después, tirando las mismas pasarelas que había hecho antes. En el treinta y seis era maestro de obras y de la UGT. Cuando los fachas se sublevaron en Madrid, salió corriendo y se unió al tropel de gente que venía por la Corredera Baja, Tudescos y Desengaño a la calle de la Luna, do estaban los Sindicatos, para que le dieran un fusil y, de ahí, a Plaza de España, desde donde bombardeaban el cuartel de la Montaña con dos piezas del siete y medio. Cuando tomaron el cuartel, entró con su máuser en la mano junto a uno de Asalto. En el patio, sentados a una mesa, había varios oficiales que, según llegaban ellos, se dieron la mano y se pegaron un tiro en la cabeza.

Milicias, paseos por Madrid en el coche de unos señoritos enarbolando fusiles por las ventanillas; Guadarrama, la Universitaria, las barricadas de la calle Segovia… hasta que se apuntó al Quinto Regimiento. Lo único que, como era de la construcción, enseguida lo mandaron a Ingenieros.

Contuvo el aliento escuchando los ruidos del barracón. Los ruidos de ciento y pico tíos durmiendo: el vaivén de las respiraciones, el crujido de uno que se daba la vuelta en el jergón, alguien que rezongaba en sueños, otro que se masturbaba pensando en sabe dios quién, toses. Sabía que después de soñar con la enfermera ya no podría dormirse y, en efecto, así fue, La corneta tocando diana lo sorprendió despierto.

11/5/10

Curiosidades de 1933

 

 

baroja

El otro día estaba fichando libros y, de éste de Baroja cuya portada encabeza el postio, se cayeron unas hojas de periódico dobladas. Las hojas, convenientemente amarillentas, son del “Ahora” del jueves, 2 de noviembre de 1933, y estaban ahí porque recogían una conferencia pronunciada por Pío Baroja en el Ateneo Guipuzcoano. Mientras termino de pasar la conferencia, que tiene su gracia, para ofrecerla a mis lectores, he aquí otra de las noticias que aparecen, que dedico –cómo no- a nuestro admirado Íker Jiménez:

UNAS INSCRIPCIONES EN ROCA GRANITICA DESCUBIERTAS EN VENEZUELA RENUEVAN LA DISCUSION ACERCA DE LOS PRIMEROS POBLADORES DE AMERICA

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Son atribuibles las inscripciones a fenicios, chinos o japoneses

 

CARACAS, 1.- La reproducción en impresos de unas misteriosas inscripciones descubiertas en una roca de granito rojo en Venezuela han renovado la discusión antigua sobre quiénes fueron los primeros pobladores de América: fenicios, chinos o japoneses. La roca con las inscripciones, descubierta por el doctor José Manrique en la región de rosario de Cucuta, forma actualmente el pie de un monumento a Simón Bolívar, el “libertador” de América del Sur.

El doctor Manrique lanzó la hipótesis de que las inscripciones daten probablemente de tres mil años y procedan de un pueblo mediterráneo, posiblemente fenicio. esta suposición tiene su apoyo en otra serie de hallazgos que hacen posible creer la visita de fenicios a América del Sur. A pesar del parecido de las inscripciones con las de los pueblos mediterráneos, hay también varios sabios que opinan que las inscripciones de Rosario no son tan antiguas y que tienen origen japonés o chino.

El conocido investigador arqueólogo Tulio Febres Cordero resume sus estudios sobre las inscripciones en los siguientes puntos:

Primero. Las inscripciones muestran un carácter completamente distinto a las hasta ahora encontradas en América en tiempo de Colón. No tienen nada de común con las inscripciones mejicanas, ni con la escritura de los mayas y otras inscripciones de  piedra que han sido descubiertas en Colombia y Venezuela.

Segundo. La forma de las letras tiene cierta semejanza con la escritura fenicia; pero también con las escrituras del Tíbet y los tártaros, y sobre todo se asemejan en la colocación a la escritura china, cuya forma ha sido acogida por los japoneses. Las señales están en grupos que probablemente tendrán que ser leídas de derecha a izquierda. También los sabios chinos que hace poco han examinado las inscripciones han llegado a esta conclusión. Los caracteres están en tres grupos y algunos pueden significar, según los peritos, los siguientes conceptos chinos: “Hombres, cuerpo, grande, poder, descendencia, escudo.”

Tercero. De ello puede deducirse que las inscripciones son de origen chino o japonés y pertenecen a la tumba de uno de los  miembros de una expedición, muerto en Venezuela. La posibilidad de tales expediciones, que por azar o deliberadamente guiaron a través de América a los pobladores mongoles del Asia, está confirmada por diferentes historiadores. Entre éstos figura Cronan, que en su “Historia de las monedas chinas del siglo V” afirma que tales monedas han sido encontradas en las tumbas de indios en la isla de Vancouver.- United Press.

 

Pero esta es una de tantas. Opiniones, las hay para todos los gustos. Véase:

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