Es un tema que siempre está en el candelero. Por ejemplo, una secta muy poderosa y que sigue sin pagar impuestos, lo saca a la calle a cuento de la así llamada ley del aborto, antes con el matrimonio homosexual, o con la experimentación con células madre. En fin, es el tema del “Derecho natural”.
La idea de que existe algo que podríamos llamar “Derecho natural” (a efectos de abreviar, incluyo aquí el llamado “Derecho divino”) tiene muchos matices, aunque últimamente está bastante desprestigiada fuera de los ámbitos religiosos como, por ejemplo, todo el mundo islámico.
Hay muchos modos de enfocarlo. Uno, bastante frecuente, consiste en remontarse a un ser mitológico y omnisciente que, directa o indirectamente, inspira (o dicta) a un escritor un libro (por ejemplo, distintas versiones de la historia mítica de una tribu de beduinos sanguinarios sometidos a un dios psicópata) cuyo texto se considerará posteriormente verdad absoluta, y será interpretado de forma más o menos rocambolesca por sucesivas generaciones de exégetas que se prestigiarán extrayendo del mismo las interpretaciones más peregrinas hasta generar un corpus doctrinal.
Los seguidores de dicho corpus doctrinal, considerarán natural imponer su vigencia a todo el mundo, de grado o por la fuerza, ya que se trata de La Verdad. Véase el asesinato de la neoplatónica Hipatia, remozada últimamente; las diversas quemas de la biblioteca de Alejandría o de otras menos famosas; Almanzor, los almorávides, las cruzadas, las persecuciones de los judíos, las diversas inquisiciones, los sacrificios humanos de los antiguos mexicanos, la conquista de América, las andanzas de Tamerlán, las brujas de Salem, la guerra de los 30 años o el nazismo. Los musulmanes, como llevan seiscientos años de retraso en su evolución religiosa, todavía andan por la época en que entre nosotros comenzaba a sistematizarse la Inquisición.
En fin: yo considero la religión como una explicación del mundo más asequible que la ciencia y, por consiguiente, (en su acepción jerárquico-moral) más adecuada para el control del vulgo promiscuo. De momento, veo difícil que los defensores de la teoría de las supercuerdas lleven sus intentos de implantarla más allá de las intrigas departamentales en alguna facultad de Física. Claro, la ciencia es subversiva: hay que estudiar y cuesta trabajo entender las cosas; como ideología no vale.
A estas alturas, los partidarios de la Transubstanciación, como suelen vivir en una civilización decadente como la nuestra, o bien en otros territorios donde están en minoría, y ya no pueden socarrar a los que la ponen en duda, han de conformarse con manifestaciones públicas conforme a la denostada ley secular.
Mejor lo tienen los que saben que el Arcángel San Gabriel le dictó El Libro a Mahoma, por aquello de los seiscientos años que llevan de retraso. Ellos sí que pueden seguir lapidando, degollando o explosionando a sus conciudadanos recalcitrantes o, sencillamente, tibios, aunque –obsérvese- la matanza va desapareciendo de las instancias oficiales para ir pasando a instancias privadas y, últimamente, consideradas más bien rebeldes: el Islam también comienza su decadencia, camino que la Cristiandad ya tiene recorrido.
En fin, a efectos prácticos, la religión es una ideología. Electoralmente (en los sitios donde hay elecciones) se defienden supuestos valores porque se supone que dan votos, aunque quien esté en el mitin haya abortado o pagado abortos, sea promiscuo, homosexual, pederasta o se entregue habitualmente a genocidios espermáticos aunque sólo sean de índole psíquica y por tanto, íntima. Pero, bueno, ya lo explicó Nuestro Señor, que hay que hacer lo que dicen, no lo que hacen los sepulcros blanqueados.
Lo que es regocijante es que la irreligión militante actúa sobre sus adeptos más visibles exactamente igual, con la única diferencia, (en los últimos tiempos, ojo, que ya pasó la era de las revoluciones), de que tiende a actuar siguiendo las reglas del juego. El matrimonio homosexual, por ejemplo, aunque sea muy decadente (es la mar de decadente reconocer la realidad, es decir, que el 10% de los ciudadanos y ciudadanas son homosexuales), no es más que lógica constitucional, es decir, legislar para que todos los ciudadanos tengan iguales derechos, empezando (y acabando, claro está) por aquellos derechos que no tocan el bolsillo.
Son ideologías contrapuestas. La progre, a mi juicio, es mucho más adecuada al “liberalismo”, ya que contribuye notablemente a atomizar la sociedad, eliminando lazos familiares o de clan, reduciendo la resistencia a la frustración y produciendo especímenes débiles: mano de obra barata e indefensa, ya que no hay nada entre el individuo y las grandes empresas que dominan la sociedad. El progre no se considera parte de nada, ni de una “patria” –salvo que sea muy pequeña y manejable-, ni de una “historia” (id.) ni de una “tradición” (id.): es como un paracaidista recién caído de Melmak.
Por supuesto, la ideología progre, aunque afortunadamente no necesita sangre, puede ser –es- tan integrista como el más rancio catolicismo o islamismo, y comparte con ellos el ansia de prohibir cosas, ya sea fumar, ir a los toros, cazar, educar a los niños de forma sensata, llevar velo o poner cruces en sitios públicos, hacer la matanza o quesos artesanos y orujo casero. La última guinda es la penúltima reforma de nuestro Código Civil: si tu hijo te desobedece, no le puedes dar un sopapo; pero puedes llamar a la Policía. Es decir: se liquida la familia y se mete a esa “sociedad” o al Estado en tu casa una vez que tú –padre o madre- has sido desposeído formalmente de la autoridad que la Ley , natural y positiva, te confería.
Es decir: que esa ideología “progre”, ese “pensamiento blando”, no es ni más ni menos que la adaptación a los tiempos de las antiguas ideologías religiosas para seguir garantizando su principal finalidad: tenernos sujetos y que los que mandan sigan mandando.
Dicho todo esto, yo sí creo que existe algo que, metafóricamente, podríamos llamar “Derecho natural”, pero cuya base está en la Biología, y su exégesis en la Etología.
Es decir: el comportamiento de las especies tiende a la supervivencia: los comportamientos “buenos” para la supervivencia de la especie (de la especie, no del individuo) se mantienen, mientras que los “malos” se reprimen o desaparecen solos por extinción, natural o forzada de los individuos “malos”.
Por el momento –y digo “por el momento”- todas las culturas conservan un cuerpo de tabús más o menos comunes, que regulan con pequeñas variaciones los comportamientos básicos y que, en general, coinciden con los diez mandamientos. Se trata de normas cuyo incumplimiento la suicida especie humana castiga a cuando se produce a pequeña escala y premia cuando se produce a gran escala. Obvio: para poder incumplirlas a gran escala hay que mandar mucho.