NO, si ya lo decíamos hace tiempor...
Llegó el deshielo a Afganistán
Lo que sigue es una opinión a vuelatecla, ahora que parece que ha vuelto a ponerse de moda. Hay que ver, oye, les obligamos (y pagamos una pasta por ello) para que hagan elecciones, que lo más probable, como cualquiera con un mínimo sentido común prevería es que desemboquen en un rifirrafe de cierta importancia, y nos cabreamos porque, según los patrones europeos, hay un 25% de fraude. Y tenemos el hocico de decirles que eso no vale y que es inaceptable. Y pretendemos mantener la ficción de que no están ocupados y que son un país soberano que cuenta con nuestra ayuda desinteresada. Curioso, curioso.
Vaya por delante que mi opinión es que lo mejor que podría hacer el Gobierno español sería sacar de allí a los efectivos militares y civiles que tenemos. Asunto complicado y que tendría graves consecuencias políticas (ya se sabe que los políticos son u8na gente que está pendiente de las encuestas que valoran las gilipolleces que han hecho creer previamente al populacho. ¡Huy, perdón!, ciudadanía.
Ya no está el tema para alegrías tipo Irak. Aunque los italianos ya se lo estaban planteando antes de sus paracaidistas muertos ayer. Bueno, yo soy partidario más que nada, porque lo que están haciendo –que hacen lo que pueden, como siempre- en su labor de “reconstrucción y estabilización”, aunque meritorio, por desgracia no sirve para nada; ni va a servir. En cuanto al riesgo, va en el sueldo del soldado, siempre –eso sí- que se la esté jugando en defensa de intereses muy serios de los españoles.
La bifronte intervención de Occidente, Libertad Duradera/ISAF, está empantanada en una guerra de guerrillas clásica que se está perdiendo, por las mismas razones por las que suelen perderse esta clase de guerras. Entendámonos: que suelen perderlas los ocupantes, que es lo que son los occidentales para la mayor´´ia de los afganos.
Principalmente, porque no se tiene un objetivo claro de qué coño se quiere hacer, aparte de pretender –faltaría más- “derrotar al enemigo”, sin saber muy bien qué significa exactamente “derrotar” y “enemigo”; y sin estar dispuesto (los gobernantes, no los militares) a hacer lo necesario para ello. Y, por supuesto, siguiendo una estrategia equivocada. Como mandan los cánones.
Pero, claro, ¿cómo va uno a emplear una estrategia acertada si no sabe cuál es su objetivo estratégico?
¿Qué se pretendía al invadir Afganistán?
Principalmente, venganza. Dar una sensación de fortaleza ante el mundo y sobre todo ante la opinión pública de Estados Unidos, conmocionada tras el 11-S.
“Militarmente”, derrocar al régimen talibán y privar a Al Qaeda de su santuario, desde el que desarrollaba sus actividades con cierta tranquilidad, Este objetivo, de momento, se ha cumplido; aunque haya sido a costa de desestabilizar Pakistán (más), lo que puede ser aún más peligroso. Pero, de momento, conseguido, está. Aunque haya sido como pegar una patada a un avispero y Al Qaeda se haya esparcido aún más por el mundo, desde Somalia hasta el Sahel y, según dicen, el Amazonas (¡Cágate lorito! Sí, sí, cágate lorito, pero esa es una de las excusas para las bases en Colombia, aunque… no nos vayamos por los cerros de Úbeda)
¿Entonces?
Pues que además, había:
a) La consabida “agenda oculta” y
b) La consabida excusa “moral”.
La agenda oculta era ese plan escolar de desplazar a Rusia como actor determinante en Asia Central, pasando los Estados Unidos a controlar las reservas energéticas en la zona y el territorio afgano comp paso necesario que habría de conducir a territorio propio los ansiados hidrocarburos. Ahí, los rusos, que sí que parece que han aprendido algo del pasado reciente, no han tenido que hacer mucho más que sentarse a la puerta de su casa y esperar; a pesar de las bases americanas en territorio de la antigua Unión Soviética y de las subsiguientes revoluciones de colorines (¿quién se acuerda de ellas?)
Pero, incluso gente como Cheney o Rumsfeld tienen capacidad intelectual –siquiera embrionaria- para darse cuenta de que un objetivo resulta inalcanzable por el momento y –bueno- dejarlo estar. Más aún, cuando la gente a la que representaban se lo ha llevado muerto a cuenta de los supuestos fondos (extraídos de nuestros impuestos) internacionales para la así llamada reconstrucción.
Lo malo es b), La excusa para una sociedad ética (o sea, light), consistía en llevar la democracia y la igualdad de género a un sitio como Afganistán; que las mujeres, por decreto igualitario, dejaran de ir por ahí con burka y todo eso. Y, lo peor de todo, para que parezca a la prensa occidental que hay democracia, tiene que haber elecciones.
En vez de dejar a los afganos que hagan sus cosas a su manera, como parecía al principio, cuando la invasión (¿se acuerdan de la Loya Jirga y del anciano rey?); o sea, volver a dar pasta a los viejos colegas hoy pomposamente llamados “Señores de la Guerra”, ya financiados en los 80 por el contubernio estadounidense-saudí-pakistaní, y que se ocupen ellos de que los Talibán y Al Qaeda no levanten cabeza, pues no: ponemos un propio, Karzai, que estaba tan tranquilo en Estados Unidos, tan corrupto como ellos, pero sin ejército significativo y, ¡Hala!, a montar elecciones y democracia vendible. Es decir, a introducir la discordia y, además, desde afuera. O sea: a que los invasores extranjeros impongan a los afganos su blasfema visión del mundo y de las coas. Guay.
Si lo que se pretende con la guerra y los bombardeos indiscriminados de civiles es que Afganistán se convierta en el país de Heidi, lo llevamos claro. Habría que ser, eso, claro: “Ciudadanos del Occidente postcristiano, lo que pretendemos es que esos sucios moros se pongan las bombas aquí, entre ellos, y no nos las pongan en casa.”
¿Los afganos nos quieren ahí? En general, no. Nuestros soldados son invasores. Salvo los que se quedan con la pasta de la reconstrucción y los esperanzados (que a lo mejor en los 80 habían estudiado en la Unión Soviética, o en Checoslovaquia) que pensaban que sus hijas podrían ir a la universidad algún día, como ellos, pocos verían con malos ojos que la situación se aclarase de una vez.
Es evidente que los occidentales terminarán marchándose, americanos incluidos. Entonces, ¿qué quieren, que me comprometa para que cuando me dejen tirado como una colilla y Karzai se vuelva a Estados Unidos, me corten el cuello o me hagan la camiseta? Pues mire usted: soy afgano, no gilipollas.
Deberíamos tener claro que a nosotros nos importa un huevo que las afganas lleven burka, ni que a las novias levantiscas les echen ácido en la cara (lanzamiento de vitriolo, se llamaba en España en tiempos), ni que quemen las escuelas donde van niñas, incluso con ellas dentro. Eso no es lo suficientemente importante para nosotros como para mandar tropas a invadir un país. De hecho, creo que no existen planes para invadir Arabia Saudí, ni Nigeria, pongo por caso.
Lo que nos importa es ponérselo difícil a los que quieren jodernos aquí y se iban allí a que les enseñaran cómo hacerlo (o a Bosnia, o a Chechenia en su momento). La hipotética estabilidad de Afganistán nos importa nada; sólo nos interesaría que Afganistán fuera un país vagamente normal si eso sirviera para que no nos jodan desde allí. Si nuestros ilustres próceres consideran que tener a nuestros soldados (los occidentales, no sólo los nuestros) metidos en ese berenjenal, sólo para que los muyahidín estén entretenidos con ellos, pues vale. No me parece bien, pero vale. Pero, oye, que nos lo digan así.
Lo que no nos dicen es que los que andan por ahí pegando tiros no son sólo talibanes, y que si los talibanes controlaran el país pero no dejaran a Bin Laden y su gente tocar los cataplines, nos valdrían igual y más barato. Y si se tuvieran que pegar con el recién rehabilitado e inmarchitable Dostum y demás parentela, pues mejor aún.
Pero, claro, nuestros ilustres son víctimas de su propia retórica. Como en todas las guerras coloniales. Y, si encima eres socialdemócrata, pues peor lo llevas.