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De verdad que no había oficiales. La segunda compañía la mandaba el sargento Escribano y otro teniente, con un brazo inútil, la compañía de apoyo. Ni un alférez provisional les habían enviado y el teniente coronel parecía tener tan claro que los carlistas eran carne de cañón, que conservaba en la plana mayor a los oficiales que había traído consigo en vez de ponerlos al frente de las compañías. Su función consistiría, según radio macuto, en mirar con sus gemelos como la diñaban los requetés.
Por lo menos, Arana había conseguido que el mando le dejara cierta libertad para mezclar en lo posible veteranos y reclutas y conseguir un mínimo encuadramiento.
El domingo, en efecto, después de oír misa volvieron todos a subir al tren; vagones de ganado para la tropa y uno de segunda para los oficiales. El trayecto fue largo por la lenta marcha del convoy, el caos ferroviario –los tuvieron casi un día en un apartadero- e incluso una testimonial alarma aérea que los hizo saltar a las vías, todos cuerpo a tierra bajo los vagones. Por el camino los soldados viejos enseñaban cosas a los soldados nuevos, como ha sido siempre: cómo hacer cuando el fusil se atasca –”se interrumpe”, en lenguaje militar-, cómo usar la bayoneta; cómo avanzar por saltos cubriéndose en los repliegues del terreno:
-- Sobre todo, no os paréis. Si le dan a alguno ya vendrán los camilleros, pero si te paras, la cagas fijo.
Todo eso, sentados en el suelo cubierto de paja, con la espalda contra el traqueteo del tren.
La ventaja de tener compañías mandadas por sargentos era que los mandos preferían viajar con los soldados. En una de las incontables detenciones el páter bajó a estirar las piernas y vio a Escribano en medio de sus hombres, que hacían corro alrededor. Con el fusil en la mano les decía que, cuando asaltaran las trincheras:
-- Les claváis la bayoneta en la cara, así –y acompañaba la palabra con el gesto-. Si no los matáis, por lo menos se acojonan y se apartan.
El páter recordó que eso mismo –con la espada- recomendaba a sus legionarios Julio César en la mañana de Farsalia. Estaba visto que las cosas de la guerra, o los hombres, no sabía, habían cambado poco desde entonces.
8
Y ahora ahí estaban, por fin, a punto de atacar. Los camilleros se habían llevado el cadáver de Ibáñez y el páter les había echado su bendición. Todos los fusileros estaban en el parapeto, con la bayoneta calada y todas las bombas de mano que podían llevar, mirando hacia las líneas enemigas aún bajo el fuego, y a la tierra de nadie que se extendía ante ellos: un viñedo antes de la batalla y ahora un infierno de terrones removidos, malo para correr. Los veteranos lo estudiaban resignados, previendo dónde cubrirse, y los reclutas miraban sin ver, olvidando todo lo que acababan de enseñarles.
El teniente Arana, con un par de granadas de palo en el cinturón, se encaramó al parapeto y levantó la pistola:
-- ¡Requetés! ¡Viva…!
Y cayó como un fardo con un tiro en el pecho.
Todos los soldados, viejos y nuevos, se quedaron helados. Desde el suelo donde había caído, Arana, blanco como un papel, le hizo un gesto al cura, que se agachó a su lado; lo agarró de la pechera y musitó con voz débil:
-- Páter… haz algo, que se jiñan.
El páter lo vio: todos acojonados, y nunca supo cómo ni por qué –la sangre carlista que se le debió de subir a la cabeza, diría más tarde- pero, antes de que en las molleras tomase forma el pánico, tiró el casco, se caló la boina roja que llevaba al cinto, le quitó el fusil al soldado más cercano y saltó el parapeto gritando a voz en cuello:
-- ¡Requetés! ¡Viva España! ¡Viva Cristo Rey! ¡¡Maricón el último!!
Y echó a correr hacia el enemigo. Todos salieron de las trincheras como un solo hombre, sin orden ni concierto, mezcladas secciones y hasta compañías; gritando cosas que no se entendían, como una horda, que es lo que eran en ese momento. Corrían trastabillando en el terreno deshecho por un mes de bombardeos mientras, allá adelante, la artillería alargaba el tiro según sus horarios, con precisión matemática. Peor para los infantes si se retrasaban.
El sacerdote recordaría confusamente ese avance, tropezando entre los restos de las cepas, hundiéndose en la tierra blanda, adelantado por hombres que gritaban con la bayoneta calada; el paso de las alambradas totalmente destruidas por las bombas: Para cuando los de enfrente reaccionaron, enhebrando alguna ráfaga suelta que casi no hizo carne, ya estaban en su parapeto, donde reinaba denso el olor a muerte. Tiraron un par de granadas por encima y, al agarrarse el páter y dos soldados para saltar lo que creían ser sacos terreros cubiertos de barro, el montón se desmoronó sobre ellos con un ruido blando y el requeté de su izquierda mostró asombrado lo que parecía haber sido un brazo humano: el parapeto estaba hecho de cadáveres ya medio podridos de los que salía la peste que respiraban. Al otro lado había más muertos despedazados –éstos recientes- y un tipo que lloraba intentando remeterse los intestinos en el vientre desgarrado; ése y otro que tiró el fusil y lo mataron a bayonetazos antes de que terminara de levantar las manos.
A quince o veinte metros, varios enemigos corrían hacia su retaguardia perseguidos por las balas carlistas; pero a la izquierda una ametralladora seguía disparando contra los que trataban de avanzar. Sólo ellos resistían, metidos en el embudo de una bomba, mandando una ráfaga tras otra mientras el resto se desbandaba; tal vez para cubrir la huida de sus compañeros, o por sentido del deber, o porque estaban copados sin escapatoria, o porque habían visto a los nacionales vengarse de su propio miedo matando a los primeros que intentaron rendirse, o –sencillamente- por reflejo.
El páter empuñó el fusil y se lanzó contra ellos, pero dos hombres lo agarraron y lo tiraron al suelo. Se debatió echando pestes impropias de un cura –incluso carlista- hasta que vio que uno de ellos era el sargento Escribano.
-- Páter, no haga el tonto, que ya ha hecho todo lo que tenía que hacer hoy.
Y el suboficial dirigió diestramente a sus hombres en un asalto de manual, emplazando una máquina que tiraba para tener ocupados a los del embudo, mientras un pelotón los envolvía por el flanco. Unas cuantas granadas hicieron el resto.
-- Pobres, la verdad…
Escribano no terminó la frase, señalando dos cuerpos que aún yacían tumbados bajo unas mantas dobladas –agujereadas de metralla- que habían sido su única protección contra el bombardeo.
Ahí, el páter pareció despertar. Había vivido el asalto como una película a cámara lenta, como una borrachera o una locura horrenda y frenética; pero ahora las cosas recuperaban de pronto la normalidad: el fragor del combate se apagó como si alguien bajara el volumen de una radio y los sonidos comenzaron a distinguirse, a separarse del ruido de fondo. Dio un empujón a un soldado de los nuevos, que seguía disparando un peine tras otro contra no se sabía qué mientras gritaba como un poseso. A dos pasos, unos rojos mugrientos, en camiseta, tiritaban acurrucados con las manos en la cabeza bajo la mirada ceñuda de un requeté que los apuntaba con el máuser. Escribano daba órdenes para que levantaran bien alta la bandera rojigualda y la del rey, mientras algunos soldados sacaban otras banderas que llevaban bajo la camisa y las sujetaban con piedras sobre las posiciones recién tomadas, para que los aviones las vieran bien, no los fueran a bombardear por equivocación ahora que ya habían ganado.
El fuego fue cesando poco a poco en todas partes hasta, de repente, hacerse el silencio; un silencio atronador apenas punteado por algún disparo suelto, de esos que te matan a última hora.
-- Escribano, ¿dices que ya he hecho todo lo que tenía que hacer hoy?
-- Claro, páter.
-- Pues no.
Y el cura, cubierto de barro y la guerrera salpicada de sangre ajena, se ajustó airosa la boina roja, subió a un montón de escombros a la vista de sus hombres, se volvió mirando hacia las líneas nacionales en general y a los prismáticos del teniente coronel en particular y, con toda parsimonia, les dedicó un corte de magas absolutamente litúrgico.
nada especial que comentar...solo un hola, y un esperando el próximo capítulo...
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