-2-
Dos meses y pico antes la cosa había sido muy distinta. Los rojos habían cruzado el Ebro en las narices de Yagüe, tan confiado como para no enterarse de los ingentes preparativos. Los nacionales habían salido corriendo y no habían conseguido frenar el empuje republicano hasta las afueras de Gandesa. El Tercio de Isaba estuvo entre los primeros refuerzos llegados de Extremadura; ochocientos cincuenta boinas rojas que lanzar al combate. Primero les tocó recibir los ataques más duros en torno a Gandesa, donde combatieron día y noche –a veces cuerpo a cuerpo- teniendo muchas bajas. Luego les ordenaron un ataque frontal contra una de las posiciones más fuertes del enemigo.
La mañana del primer asalto habían rezado el Rosario antes del alba y, con las primeras luces, el páter había visto partir a la sección de choque mientras los zapadores abrían camino entre las alambradas propias. Todos muy serios, con el casco calado hasta los ojos, la pala cruzada sobre el pecho y unas alforjas llenas de granadas. Los cuarenta hombres habían avanzado entre dos luces, encorvados, dispuestos a abrir brecha en las alambradas enemigas con sus pértigas rellenas de trilita.
Cuando los de choque iban por la mitad de la tierra de nadie, el resto del Tercio, desplegado en guerrilla, fue saliendo de las trincheras con la bayoneta calada. Ni silbatos, ni arengas; todos en silencio, inclinados, los más rezando entre dientes. Un soldado muy joven se quedaba atrás; miraba al frente aferrado al parapeto. El páter se fue a él:
-- ¿Qué te pasa, requeté?
El muchacho se giró. Sus lágrimas y la mancha que se extendía por sus pantalones respondieron por él.
- No quiero ir no quiero ir no quiero ir.
-- ¿Cómo que…? Cagón, tú vas con tus compañeros. Un requeté no tiene miedo porque Dios está con él.
-- ¿Por qué no va usted pues? – susurró el chaval.
El páter le pegó un bastonazo, lo agarró del cuello de la camisa y lo empujó hacia arriba.
-- Vete para allá, no nos avergüences a todos que te pego un tiro aquí mismo.
El soldado salió de la trinchera y dio dos pasos vacilantes; se irguió desorientado y, en ese instante, un borbotón de sangre floreció en su pecho. Cayó de espaldas y ahí se quedó, gimiendo por lo bajo. El tiro le había dado en todo el detente, observó el sacerdote.
Ese disparo pareció la señal. Las posiciones enemigas despertaron y el fuego de ametralladora, perfectamente organizado, empezó a cosechar entre las filas del tercio. Los de la sección de choque fueron los primeros; ninguno alcanzó las alambradas rojas.
El capellán, atisbando entre los sacos terreros, lo vio todo: los estaban esperando y los habían dejado alejarse de la protección de sus líneas hasta tenerlos bien a tiro. Algunos hombres se incorporaron y cayeron acribillados. El capitán de la primera compañía, pistola en mano, agitaba los brazos a derecha e izquierda gritando algo que no se oía, hasta que una ráfaga le dio de lleno. Los oficiales mandaban frenéticos cuerpo a tierra mientras la gente se derrumbaba en torno. Pronto todos estaban en el suelo. Los que corrían hacia retaguardia fueron abatidos. Las ametralladoras hacían tiro de siega sobre las cabezas de los soldados que intentaban fundirse con el suelo, buscando cobijo donde no lo había; poniéndose delante el cuerpo de un compañero muerto, o herido. La corneta tocó retirada, pero entonces empezaron los morteros a granizar sobre el tercio pegado al terreno, atrapado en tierra de nadie. Un silbido ominoso precedía al estruendo de platos rotos de los morterazos, que rompían con fragor unánime, lanzando sobre los requetés una lluvia de tierra y restos humanos. El páter, desesperado, rezaba en voz alta, invocando la protección de Dios sobre su rebaño. Pero aquel día Dios no lo escuchó.
La horrible situación duró dos horas. Les habían prometido una compañía de carros para apoyarlos, pero cuando los rojos destruyeron los dos primeros, los demás se acojonaron y salieron tarifando. El batallón que debía cubrir su flanco derecho, al ver la que estaba cayendo, ni salió de las trincheras. Cada vez que alguien intentaba retroceder, las ametralladoras lo disuadían y un par de morterazos le recordaban que iba a morir. Finalmente, el enemigo dejó de disparar. Los supervivientes comenzaron a arrastrarse hacia atrás, reptando de forma nada gloriosa. Uno se levantó y echó a correr hacia retaguardia. No pasó nada; entonces, los que podían, lo imitaron.
Al llegar a Gandesa habían formado ochocientos cincuenta voluntarios. Quedaban ciento cuarenta más o menos enteros; de los oficiales sólo había vuelto ileso un teniente de mirada enloquecida.
eh! yo recordaba haber comentado esta entrada...en fin, puede que tenga lagunas...y eso que por suerte no he vivido algo tan terrible como una guerra...
ResponderEliminarA ver si me deja comentar
ResponderEliminarJoer, es que los últimos días no me dejaba comentar. Hola Iralow. El blogger me hacía extraños la semana pasada y es posible que comentaras y yo no lo viera, porque esta entrada se me duplicó al cambiar un par de cosas. A ver si ya se ha pasado.
ResponderEliminar