Mientras se me ocurre algo no relacionado con la actualidad informativa, aquí va otro de mis socorridos cuentos de guerra para pasar el rato. Conste que algunos amigos y el Registro de la Propiedad Intelectual son testigos de que es anterior al primer libro de Alatriste.
...porque aquí a la sangre excede
el lugar que uno se hace
y, sin mirar cómo nace,
se mira cómo procede
Don Pedro Calderón de la Barca
soldado de Ynfantería española
Ya conocía la sensación. Siempre era igual y sus muchas cicatrices lo sabían: El redoble de los tambores. Los tambores y los hombres marcando el paso, pica al hombro, al encuentro del enemigo. Franceses, luteranos o flamencos, tanto da. Los jóvenes miran en torno tratando de parecer valientes. Los viejos miran adelante, imaginando lances para no pensar en nada. El era de los viejos.
Pero, en seguida, las picas apuntan al frente, vienen los caballos, las filas se detienen; hay pistoletazos, alguno cae; abren fuego los mosqueteros: caen caballos y jinetes; se avanza nuevamente. Baten los tambores y el polvo oscurece el cielo. En alguna parte truena una bombarda. Miedo. Huecos en las filas. Un amigo menos. Voces de “teneos firmes”, ayes: “Confesión”... La batalla: hierro contra hierro, hombre contra hombre. Una carga de caballería, y luego otra; se mantiene el muro de las picas y, de repente, se corre, se grita, todo es confusión, amigos y enemigos mezclados: baten los tambores, los tambores... Los cañones callan, salvo a lo lejos, los mosquetes ya no pueden disparar y todos echan mano a los hierros. Ya no hay sitio para las picas, se combate –se muere- con la espada, con el puñal, o con los dientes. Chispas, sangre y ruido.
Lope de Mendaña se encontró solo con tres o cuatro soldados de los bisoños, perdido en el caos. Era uno de esos momentos de calma en que la batalla parece haberse olvidado de ti. Pensó en sus largos años de guerrear y en que siempre era lo mismo: siempre hay un momento en que te quedas solo y hay oportunidad de ser cobarde. Miró a los soldados, que vigilaban alrededor y vio su miedo. Uno le preguntó: “Lope, ¿qué hacemos?”. “Matar enemigos, demonio”. Buscó a los tales enemigos, pero no los vio, al menos vivos.
Pensó que era viejo, que había encanecido al servicio de Su Majestad sin otra paga que ver mundo y muchas heridas: Si hubiera pasado a las Indias como su hermano Antón, siquiera tendría hacienda que legar a sus hijos; mas, por no tener, ni hijos tenía, como no fueran de alguna putilla con que hubiera holgado. Pronto vendría una mala herida y se vería como tantos soldados impedidos mendigando de los jóvenes un jarro de vino a cambio de historias. Andrés, que se enrolara cuando él, de tambor con Don Alejandro Farnesio, ascendió a Alférez y era ya Capitán con su propia compañía; Bernal, de Medina como él, era Sargento Mayor en Italia. Los demás habían muerto o no sabía de ellos; en cuanto a él... Después de treinta años, cabo. Cercano a morir de mala manera y sin un maravedí. Claro es que, de haberlo tenido, se lo habría jugado la noche antes.
De súbito, Pedro, uno de sus gañanes, gritó: “¡Que vienen, que vienen!”, y así era: Entre el polvo venían unos jinetes. Lope escondió a sus hombres tras de unas peñas que había y los mantuvo quietos hasta que los franceses estuvieron encima; entonces gritó “¡¡A por ellos!!” y saltó adelante, con su media pica, de modo que el que iba primero se la encontró en la cara. Rodó por tierra con el caballo y el que iba tras él tropezó y cayó del mismo modo. “¡Venga, venga, hideputas!”, gritó, y los mozos gritaron y dieron sobre ellos, los franceses, que caracoleaban los caballos y repartían mandobles sin saber de dónde los atacaban. La pica se le había quedado hincada en la celada del caballero y echando mano al espada (la única herencia de su padre, pobre pero hidalgo) se metió en la liza. Uno de los jinetes le dio un tiro en un ojo al Pedro, pero Lope -que era viejo-, acercándose por detrás le segó los tendones de las patas al caballo, que se derrumbó relinchando que daba pena. El caballero estaba aturdido del golpe; echose sobre él, le pisó la mano de la espada y su daga, que era tiesa como un clavo, se la metió entre las rejas de la celada, dándole golpes con una piedra hasta que dejó de gritar el francés.
En eso, sólo quedaban tres enemigos que se disponían a huir, cuando Lope oyó que a uno le decían “Monseñer”, que era señal de respeto y vio la banda que llevaba sobre el peto, con que se dijo que ese tal no debía escaparse. Miró alrededor con rabia y vio un par de pistolas en el arzón de una silla; las cogió y disparó al pasar a su lado el jinete, con tal suerte que rompió una pata al caballo, que tropezó y cayó, arrastrando consigo al jinete. Lope le cortó el cuello al animal para que no coceara más y se acercó. El caballero tenía una pierna bajo el cuerpo del bruto y no podía valerse; además, había perdido la espada. Le quitó las pistolas y miró en torno. Uno de los que huían lo lograba y sus hombres mataban trabajosamente al otro, que pedía cuartel.
Estaba muy cansado. Se limpió el sudor que le corría por la cara dejando surcos en el polvo. Respiró hondo. Los llamó y les dijo “Muchachos, creo que hemos hecho el día que, si no me equivoco, éste es su general”. Se acercaron mientras él cortaba con un cuchillo las correas del yelmo para sacárselo y, como el otro se resistía, le dio un puntapié. Le descubrió la cabeza y vio que tendría su misma edad, pero de facciones finas y pálido el semblante: éste no parecía viejo, como quien ha llevado buena vida y desconocido el hambre. “Rendíos”, le dijo. El otro sonrió displicente y le preguntó en buen castellano: “¿A ti, soldado?”. “A mí no: al Rey”.
El noble señaló su espada, caída a unos pasos, sin dejar su sonrisa. Uno de los mozos la cogió y se la trajo, y era muy rica, con muchos gavilanes, llena de dorados y de calados en la hoja. Lope la miró y luego la suya, recia y toda de acero, y con melladuras. El francés habló con la misma sonrisa superior: “Hoy te has hecho rico, soldado”, y hablaba en castellano por que lo entendiera. Los demás, que eran tres al haber muerto el resto, lo miraron con ojos codiciosos y se acercaron más. Lope estudió el arnés completo del caído, muy rico, de acero pavonado, todo volutas y damasquinados, y luego su propia coracina, toda rozaduras y jirones que se veía el hierro, y bajo ella, la cota de mallas, remendada cien veces. Y como el noble francés le mirase y seguía sonriendo, le dijo: “Sí, ríase vuesa merced, que de poco le han valido sus ricas armas este día”. A lo que el otro repuso: “Tan ricas como éstas podrás llevarlas cuando cobres mi rescate; ya has hecho tu fortuna”.
Y había tal desprecio en su expresión que el soldado se lo quedó mirando muy fijamente y le preguntó: “¿Así que piensa vuesa merced que nosotros luchamos y morimos para cobrar rescates y hacernos ricos?”, a lo que el general contestó mostrando el campo y a sí mismo: “Eso me parece”, y seguía sonriendo muy seguro de sí. Mucho le dolió a Lope aquella respuesta y más aún aquella sonrisa, pues se levantó con la espada en la mano y dijo “Vea vuesa merced como no”, dicho lo cual, le dio un tajo que le dejó la cabeza medio separada del cuerpo.
Sus compañeros quedaron espantados de ver esto y uno de ellos le dijo: “Lope, ¡qué locura!” A lo que él repuso muy tranquilo, sonriendo a su vez mientras limpiaba la espada con la banda blanca del general: “Locura, tal vez... ¡Pero qué gesto!”.
Ahi está lo que fué.....
ResponderEliminarVeinte años despues sigue durmiendo a mi lado. Es azul, gordo e inagotable.
Veinte años no son nada comparados con el sajón y su métrica de hierro, y muy poco para agradecer el regalo.
Un abrazo Master
Eraranza, colega, me vas a hacer llorar. Y, una cosa que tiene el gordo azul es que no es igual a las demás, aunque si es él. ;) Lo tengo un poco abandonado últimamente, pero me has dado una idea.
ResponderEliminarSeguro que por la cabeza del general le darán un buen pico en Ebay, y por la venta de la espada podrá comprarse habichuelas para unos meses...
ResponderEliminarLa guerra siempre me impresiona, me deja triste, supongo que mi enganche a APOCALYPSE NOW también va por ahí, encontrar respuestas, que no existen, a tanto sufrimiento.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho el escrito, el personaje, lo imaginaba mendigando en las tabernas, derrotado, contando batallitas, esta parte es mi preferida.
Saludos!!!
¡Cuánto caballero hemos perdido por el camino! Cuando los gestos significaban algo. Ahora sólo -ni más ni menos- son ficción y con propiedad intelectual, quiá. :)
ResponderEliminarQué grande, maestro. Qué grande.
ResponderEliminarFolken: en efecto, por la cabeza del general gabacho metida en sal gorda le dieron en ebay para comprarse una casita y seis o siete cerdos y la hija pequeña de un vecino. La espada la guardó para por si venían las vacas flacas y, más que nada para contar la historia en los bares.
ResponderEliminarAloma69: pues ya ves que no acabó mendigando. Se lo montó el hombre. (no sé cómo lo averiguó folken)
D. Luis: no te creas, que algunos intentamos tener gestos. Lo malo es que suele ser a altas horas el fin de semana y luego, la resaca se ve empeorada al constatar que -en efecto- pagaste esa maldita ronda.
Hans:Sí, Hans, era un gran tipo.